Y se sentó allí, a escucharla crecer, abrirse al sol. Era perfecta. Cada detalle, cada parte, por diminuta que fuera, le inspiraba. Su composición era pulcra y sin fisuras.
Mientras la observaba, soñaba con mudarse pronto a aquella casita de madera de la montaña, inspirada en un libro de arquitectura que alguien le dejó.
A veces, insegura, trataba de controlar todo lo que pasaba. No podía. Y es que al final, ya no sabía si el mundo giraba muy rápido o era ella la que era incapaz de detenerse. El tiempo pasaba sin titubear, era fulminante, radical como un hachazo. Sabía que lo tenía todo. Demasiadas facilidades y nada que decir, se había quedado muda. Le habían arrancado el corazón de cuajo, en seco y sin avisar.
Y en la única cosa en la que podía pensar era en aquello que ella le dijo alguna vez: “La ciudad no se va a callar por ti”.
— Vomité. —dijo.
— ¿Cuándo? —respondió.
— ¿Cómo cuándo? Cuando lo supe... —replicó.
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