martes, 18 de mayo de 2010

Check this out. DIASPORA

Queridos rastas (rastafaris, dreadlocks, dreds, dioses del olimpo…),


(A la mujer que susurraba a los rastas…)




Hace mucho tiempo le prometí a alguien que escribiría esto en su honor, en vuestro honor. (Debo confesar que me ha costado, pero por fin esta aquí.)

Al empezar a escribir esta entrada no puedo evitar pensar en la cantidad de momentos compartidos entre risas (sobretodo con la mujer que ama a los rastas…) hablando de vosotros. Habéis colmado nuestros días de sonrisas interminables y habéis inspirado noches irrepetibles, únicas. No sabéis como nos habéis cambiado la vida queridos.

Continuamente luchando contra la adversidad, defendisteis utopías y castigasteis injusticias. Siempre admiraré como constantemente estuvisteis al pie del cañón. Nunca importó la hora, ni el lugar, ni siquiera el “con quién”. Una simple llamada era (y es…) suficiente para teneros cerca, para regalarnos placer eterno. Infinitas gracias (de parte de las dos).

Aunque debo advertiros que ella ni les mirará si deciden arrinconar su rasgo distintivo: sus rastas. Así que un consejo, no sean incrédulos, no se corten el pelo, y sobretodo, no se rapen. Están más guapos. Yo mientras tanto, les seguiré esperando, ya tienen mi teléfono (tranquilos, ella tiene los suyos…).

My money shot

Hoy era el gran día, lo había estado esperando desde hacía años y por fin había llegado el momento, my money shot. Me dispuse a salir del trabajo, cogí todos mis trastos, la agenda y salí del edificio sin prisa pero con una emoción gigantesca, arrebatadora, desbordante. En la calle el bullicio ensordecedor del tráfico de las tres actuaba casi como un relajante natural, como si me encontrara en un paraje montañoso y ese ruido no fuera más que una cascada oculta entre álamos.

— ¡Joder!—. Me había vuelto dejar el móvil en la oficina, siempre me pasaba igual. Lo encontré bajo la maraña de papeles. Bajé de nuevo a la calle, seguía el ruido pero parecía que el sol brillaba con mucha más intensidad.

Cuando llegué, todo parecía menos monótono. Más brillante, sonoro e incluso un poco estridente. Empezaba a surtir efecto aunque sabía que sólo duraría, como mucho, un par de horas. Allí estaba yo, sentada junto al hombre del menú —el que siempre come solo al mediodía— sin argumento alguno que poder dar y con una borrachera de energía totalmente incontrolable. Mi cerebro pensaba más rápido de lo que era capaz de procesar y mi cuerpo no podía permanecer inmóvil. No nos conocíamos de nada, ni siquiera habíamos cruzado una sola palabra durante los tres años que llevaba comiendo allí como él. Me preguntaba en qué estaría pensando. Trabajo —me dije—. Seguro que está pensando en el trabajo. Debe de ser un hombre muy ocupado. Siempre con su traje a cuestas y su maletín pegado al metacarpo. —pensé—. Su aislamiento no era cosa de casualidad, no era para nada eventual. Siempre, siempre comía solo. Supongo que era por eso que sentía una extraña atracción hacia él. Supongo que el dolor siempre es un nexo de unión, acerca posturas y nos hace aún más insignificantes. O quizá era esa mierda que me había recetado mi médico. Me hacía tener la adrenalina por las nubes, el solo roce del viento con mi piel me producía una sensación casi orgásmica. Todas esas sensaciones eran incontrolables y me encantaba.

Aunque otra parte de mi no podía evitar pensar que tal vez los esfuerzos realizados, la diplomacia autoimpuesta y la intuición “casi” acertada ya no sirvieran de nada, de hecho, creía que todo estaba empezando a rozar la ridiculez... Tenía muchas razones, pero había perdido por completo la razón.

Libro del mes

You Are Not A Gadget por Jaron Lanier.