domingo, 22 de agosto de 2010

Mi Tiananmen



Frágil, la vida yacía tendida sobre el asfalto. En un momento todo se había desmoronado sin darme tiempo siquiera a dar gracias por aquella maravillosa vida que el mundo me había regalado. Eran las dos de la madrugada y algunos líderes aun seguían en pie mientras gran parte de los seguidores habían huido despavoridos, asustados por el ruido de las ráfagas sin piedad de los soldados. Desfigurados por el horror corrían hacia el Este en busca de refugio.

Entretanto, sentía que lo había tenido todo y sonreía. No podía dejar de sonreír mientras mis ojos se cerraban lentamente bajo el negro cielo iluminado a instantes por los destellos rosados de los misiles.

Confieso que a veces me equivoqué, juzgué a quien no debía y cometí el mismo error una vez tras otra hasta la saciedad, adentrándome voluntariamente en la niebla más espesa que jamás haya experimentado. Pero cada momento que pasé, cada sensación que experimenté y mi profundo amor por la vida me ayudaron a crecer y a no dejar de aprender ni un solo segundo.

Aprendí que nos pasamos la vida deseando todo aquello que no podemos tener, esperando que algún día gracias a un golpe del destino nuestra suerte cambie y así obtener de la noche a la mañana todas esas cosas que siempre soñamos. Gran parte de mis conocidos se pasa la vida en un continuo estado de “Quiero”. Quiero esto, quiero lo de más allá… Incluida yo. Casi sin pensarlo sucumbimos a una especie de inercia incontrolable que nos lleva a querer una cosa tras otra sin de verdad pararnos a pensar qué es “eso” que anhelamos y con lo que de verdad llenaríamos el enorme vacío que intentamos tapiar con mil cosas nimias.

Recordé aquellas veces, cuando sentía que una soga me ahogaba el corazón y mis latidos se volvían débiles; cuando una sensación de horrible vacío me contraía el estómago y me dejaba sin respiración, os escribía y me tendíais la mano para hacerme comprender cuán afortunada era por teneros. Sí, por teneros chicos.


Y eso fue todo… Sucia por el asfalto indeleble y rodeada de todos aquellos que me habían apoyado durante 23 años cerré los ojos por última vez.

O eso creía yo…

Me desperté ahogada de dolor en una habitación blanca, de luz intensa. Tumbada sobre una mesa fría de metal que intensificaba mi dolor. A duras penas podía oír una voz grave que insistía en cómo me llamaba, de dónde era y qué me había ocurrido. No podía verle bien, tenia la vista nublada y apenas podía distinguir la figura de un hombre, un chico más bien, de ojos grandes y media melena oscura. No sabía que hacia allí, me dolía el alma. –¡Mátame ya, joder!- pensé. Había también alguien más, por su voz dulce y apacible deduje que se trataba de una chica, tenía aproximadamente la misma edad que él. Cada vez que se acercaba podía sentir como me regalaba su energética sonrisa.

- Aquí estas a salvo- me dijo ella.

Y por fin, la calma, como una cascada de paz llegó gracias a esos dos salvadores de alma infinita.

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